jueves, 27 de octubre de 2016

ZONA FRANCA



(Trabajo colectivo de la asociación Café en el Desván)






Al final de mi ciudad se planeó una ampliación de viviendas para gente joven. Solo se hicieron las anchas avenidas y los aparcamientos delante de lo que iban a ser los portales. Es como un barrio fantasma, donde solo faltan los bloques. De día se utiliza para varias cosas; para lavar algún que otro coche, o jóvenes que vienen a jugar al fútbol, cuatro contra cuatro; o donde un repartidor ocioso ordena papeles o duerme. Pero por la noche se convierte en lugar de cita de parejas jóvenes y no tan jóvenes, que quieren hablar o comunicarse, cada cual a su manera; en la intimidad del coche, como si eso fuera una embajada, un recinto de amor, donde solo dos personas cuentan y por un momento se aíslan del mundo. En ese instante, solo viven en un país de hojalata dos amantes, durante ese tiempo solo existen ellos y su amor. Después cuando vuelven a la ciudad, vuelven a sus casas, vuelven a tener sus problemas y separaciones.

Como complemento a esta nueva infraestructura, se comenzó a construir una nueva fase del parque que estaba limitada por troncos verticales. Por el sur, el este y el oeste, los troncos son el límite con la carretera, es decir, los coches pasan, pero no se pueden detener, y no puede circular nadie andando. La zona norte está limitada también con troncos, y con un curioso armazón de hierro que simula ser como los troncos del resto del vallado, aunque es una puerta metálica, por lo que el recinto está completamente cerrado. En esta zona norte, la mitad de lo que será el parque, está de tierra. Al principio los coches empezaron a venir aquí, pero luego se fueron haciendo los diferentes aparcamientos, y cada coche fue eligiendo el suyo; por soledad, o por cercanía, para aprovechar mejor el poco tiempo que tienen algunas personas.

En el nuevo jardín, con las prisas de la apertura, pues querían inaugurarlo el día del patrón y la patrona, que en mi ciudad coinciden, pusieron más de una docena de bancos, estratégicamente situados, donde solo un pequeño seto, como un diminuto laberinto, tapa de la vista unos bancos de otros cuando estás sentado. Todo esto se planeó como un juego de escondite. Una vez que te pones de pie, ves a otros usuarios del parque con la privacidad de la distancia. Al estar todo tan bien montado sembrado y con el riego puesto, desde las altas jerarquías consideraron que, ya que se había hecho el esfuerzo económico, no querían dejarlo abandonado y me nombraron vigilante de bancos, setos y albero.
Durante algunas horas del día hay un jardinero para comprobar que el riego funciona durante sus horas de aspersión de la tarde, quita las hojas secas, que añade al césped como abono natural, y controla la acción de los animales que por allí viven.

Mi nombre empieza por A, pongamos que me llamo Adán y soy el vigilante de este paraíso. En el que no hay nadie, pero que estaba programado para mucha gente. La franja donde se construyó este parque, está a final de la gran cuesta en la que fue construida mi ciudad. Estoy seguro de que es una zona de especial energía.
Yo paseo allí por las noches, y lo primero que empecé a notar, era que el aire, la brisa nocturna, se llevaba mis problemas más pequeños, los que cabían entre los troncos que delimitan la zona. Los grandes no podían salir, porque yo los notaba dando vueltas y tumbos a mi alrededor, pero se quedaban allí hasta el clarear el día, cuando venía el jardinero. A veces, cuando volvía al día siguiente, mi problema se había disuelto y servido de alimento a las plantas y arbustos, que yo notaba con mejor color.

Me pareció que era un lugar de resolución de problemas que podría compartir. Pedí permiso y conseguí que algunos ciudadanos y ciudadanas pudieran venir a visitarme por la noche. Me dijeron que teniendo la puerta cerrada y sin que sucediera nada, no había problema. Quise probar la energía de la zona cada noche con un amigo o amiga, y me di cuenta que era una zona de especial sinceridad. Al entrar allí, no sé por qué, la gente se volvía sincera y unos y otras admitían lo que se les dijese allí sin enfadarse y que a todo el mundo servía para saber lo que piensan los demás de él, y cada persona a su vez, poder decir, poder hacer aquello que, en la ciudad, y de día no te atrevías a hacer. Allí nada se interpretaba, ni bien ni mal, solo se sentía como dicho de corazón a corazón, sin juicios, con el solo ánimo, de poder ser una vez al día al menos, sincero, y poder decir y descargarse de aquello que llevamos dentro, y que, en otras circunstancias, se olvida, con el dolor propio del silencio de los sentimientos. Con el tiempo te quedan heridas dulces, que llevas en el alma, y rescatas para poder seguir viviendo entre tus problemas habituales.

Las historias que viene a continuación, me fueron contadas, por gente que me acompañó en aquellas noches.

Josefina Armenteros Rubio me sorprendió con…

Una noche inolvidable

Aquella noche de fiesta entre amigos, yo estrenaba mis catorce años, que traían consigo una buena dosis de ilusión y ganas de vivir. No sabía que lo que allí ocurriría iba a despertar en mí sentimientos nuevos y encontrados. Pero lo cierto es que aquel día quedaría marcado para siempre en mi memoria.

Allí estaba Manuel, un chico guapísimo, alegre, divertido y tres años mayor que yo. Todos sabíamos que Manuel tenía novia; una niña a la que yo sólo conocía de vista, sin embargo, me sentí muy halagada cuando nada más verme se sentó a mi lado y se puso a conversar conmigo como si me conociera de toda la vida. Me contó que su novia, Carmen, no había podido ir a la fiesta porque sus padres no la dejaban, es que ella es un poco infantil ¿sabes?, me aclaró con una triste sonrisa. Me explicó que se sentía incomprendido y que ojalá Carmen fuese como yo, una chica sin complejos, abierta a todo, como a él le gustaba. Continuó diciendo que se sentía muy a gusto a mi lado y que sabía que yo era de confianza. En esos momentos yo flotaba en una nube por estar allí junto al chico más seductor de la fiesta. Mis amigas al pasar junto a nosotros me miraban con cierta complicidad y eso daba alas a mi atrevimiento. Así que cuando nos quedamos solos en la cocina y me besó, yo le correspondí deslumbrada y ávida de nuevas experiencias. A partir de ahí, nuestros cuerpos se enredaron en un laberinto de torpes caricias y más besos inexpertos. Aquella fue mi primera relación sexual.
Después ya sentados de nuevo en la sala común, trató de justificarse diciéndome que no sabía cómo había ocurrido aquello, que estaba arrepentido porque tenía novia pero que yo le había gustado tanto… En aquel momento yo, por el contrario, no me arrepentía de nada e intenté tranquilizarlo diciéndole que no pasaba nada, que él no me había ocultado su relación con Carmen y que todo quedaría en secreto entre nosotros.

¡Qué ingenua fui! ¿Un secreto en aquella reunión de más de veinte amigos adolescentes? 
Al día siguiente lo que ocurrió esa noche ya era vox populi, la noticia había corrido imparable y veloz entre amigos y conocidos. Y enseguida me enteré de que Manuel y Carmen habían roto su relación. Me sentí mal, muy mal. No sabía qué hacer y decidí llamar a Manuel que me confirmó la noticia; se lo había contado todo a Carmen y ella lo había dejado.

Esa noche no pude dormir. Yo tengo la culpa de esa ruptura, soy una mala persona, un ser inmundo y despreciable, además de una imbécil. Pobre chica, pensaba yo en la soledad de mi dormitorio. Traidora, era la palabra que resonaba en mi cabeza hiriéndome sin piedad. Los remordimientos me asediaban sin compasión, como sombras feroces que se arremolinaban y fortalecían bajo el negro manto de la noche.
Tras esa interminable velada de insomnio y después de pensarlo mucho, me presenté en casa de Carmen, temblando y muerta de miedo por su reacción. Le confesé que necesitaba hablar con ella y le pedí perdón una y mil veces, mientras unas cuantas lágrimas sinceras recorrían su cara y entre sollozos entrecortados repetía que aún estaba enamorada de Manuel pero que no podía mirarlo a la cara sin recordar su infidelidad y que lo mejor era dejarlo, antes de que él pudiera convencerla de lo contrario. Ante mi desolación y para mi sorpresa, me dijo que no me preocupara, que el único culpable había sido su ya exnovio, que era él y no yo, el que tenía un compromiso, que yo era libre de hacer lo que quisiera, pero él había traicionado su confianza y ella no podría olvidarlo.
Nos separamos con un frío adiós y me sentí mal pero también un poco reconfortada por las palabras de Carmen y por supuesto, muy por debajo de su categoría como persona. Me dio una gran lección de humanidad, aprendí de su grandeza, de su inteligencia, de su comprensión y supe que ni Manuel ni yo estábamos a su altura. Él no la merecía y yo ya no lo admiraba.

Ha pasado el tiempo, demasiado tiempo y ¿sabes? Carmen ha sido y es hoy mi mejor amiga. Justo ahora vengo de visitarla en la residencia donde está ingresada aquejada de un Alzheimer prematuro, mientras que, ¡paradojas de la vida!, mi memoria obstinada se empeña en exhibir ante mí, con todo lujo de detalles lo que ocurrió aquella noche de verano ya muy lejana, en la que una joven aprendiz de la vida perdió su virginidad con la persona equivocada.
Ahora al pasar por este parque solitario y mustio como yo, me he sentado en este banco a descansar y te agradezco que hayas aparecido tú, con esa sonrisa acogedora y comprensiva, dispuesto a escuchar sin juzgarme, cómo nos conocimos mi amiga y yo.

Juan Antonio Puche López me dijo lo de …

Prometo que cambiaré

Aunque llevaba poco tiempo con esta especie de gabinete nocturno, enseguida pude comprobar que la mayoría de ciudadanos que acudían a mi rincón de la sinceridad, eran personas mayores, y como era de esperar, el sentimiento de soledad solía ser su principal y casi único tema de conversación. Por eso me sorprendió especialmente, la visita de un joven cuya cara además no me sonaba de ser del barrio. De porte elegante y vigoroso, dejaba entrever, sin embargo, una mirada frágil y piadosa. Su gesto de tener las manos en los bolsillos, causaba en mí cierta inquietud y desasosiego, porque uno nunca sabe que clase de personajes puede encontrarse a estas horas de la noche. Ambas sensaciones desaparecieron al escucharle hablar.
- Me llamo Rubén.
- Bienvenido Rubén. Yo soy Adán, vigilante de todo este espacio de confianza. Siéntate y cuéntame qué te trae por aquí.
- Tengo problemas con mi chica.
- ¿Habéis discutido?
- Sí.
- ¿Y por qué ha sido la discusión, mi joven amigo?
- Sigue mandándole mensajes a su ex.
- Bueno... yo eso no creo que sea tan grave.
- Cuando veo que le escribe o que los recibe... me pongo malo. Tuvimos una fuerte discusión la semana pasada y me dejó. Le prometí que iba a cambiar, pero no lo hice y ya no la puedo recuperar.
- Vaya. Es ciertamente una difícil situación. Yo no entiendo mucho de parejas, ¿sabes? Normalmente, la gente que viene aquí es porque se siente sola o no tiene con quién hablar. El tuyo es el primer caso de este tipo y no sé cómo podría ayudarte más allá de escucharte con la misma cordialidad con la que tú me estás contando tu historia... ¿o crees que sí puedo?
- Sí puedes.
Rubén saca por fin las manos de sus bolsillos. Sostiene un puñado de billetes en cada mano.
- Si lo haces, te daré todo este dinero.
Adán se queda estupefacto y no sabe qué contestar.
- Creo que nunca he hecho nada en mi vida por dinero y menos por ayudar a la gente..., pero siempre debe haber una primera vez. Trato hecho, dámelo y te prometo que con una llamada, soluciono tu problema.
Rubén le entrega los puñados de billetes y se marcha todo contento. Varios días después, llaman a su móvil desde un extraño número.
- Sí, dígame.
- Hola, mi nombre es Olga, te llamo del programa de Juan y Medio.

Sonia Mena Delgado me relató…

No sé cuál es tu nombre, tampoco es necesario.

Daba la primera vuelta de control esa noche mientras paseaba con mi amiga Louise. Ella trabaja en la gran central del miedo donde se gestionan las peores pesadillas. La gente llama por teléfono y las pide por encargo. Odia ese trabajo, pero es su único sustento y lleva secuestrada allí ya nueve años. Cuando viene aquí se va con la idea de dejarlo y liberarse a sí misma de una vez. Lo ve claro y se marcha convencida. Así lo siente. Después regresa al mundo y este la inmoviliza de nuevo. Y así vuelve, inmóvil, pasadas tres noches comienza su emociclo.
He hecho cálculos: Si cada vez acumula unos cincuenta Bríos teniendo en cuenta que el paseo es de más o menos un kilómetro, algún día tendrá suficiente para ser capaz de hacerlo. Serán necesarios dieciocho mil ciento cincuenta kilobríos, le dije, y se lo expliqué de una forma sencilla, siempre teniendo en cuenta que ella se mueve a una velocidad de veinte centímetros por segundo dentro de éste parque. Mientras charlábamos un arbusto se movió, había alguien, me acerqué.


Él no sabía hablar sin escribir antes. Iba vestido sólo en parte, una mochila larga, descalzo de un pie. Sus brazos desnudos, pero no sus manos guante, de dedos al aire. Esbozaba un escrito sobre la franqueza de los parques vigilados. -Terminado queda -me dijo-,
y se dispuso a contarlo con lengua ancha pues por eso hablaba sobre la sinceridad.
Primero nombró a su perro Dowel. Lo encontró mientras daba vueltas circulares sobre un tejado, un triste día en el que le subió la vanidad. Dowel desde abajo empezó a gritar fuerte, articulando muy bien cada ladrido (siempre hace eso cuando se topa con alguien de bajo sentimiento) y no pudo hacerlo silenciar hasta que bajó los niveles. Ahora siempre lo lleva en la mochila. Sólo sale en este parque, donde nunca ladra, o cuando alguien anda bajo sospecha y necesita darse cuenta. 
Dowel es un buen medidor y puede captar la sinceridad de las cosas y los seres. Me dijo que guiado por él descubrió este lugar.

Cada vez empezó a hablar más despacio hasta que cesó - deja la mente floja y sigue – le dije
pero me lo pasó escrito: En el parque nos colamos Dowel y yo sin que el vigilante nos vea, aunque a veces ha sentido nuestra ligera ventisca, el megáfono siempre falla y lo hemos notado. Todo sea por ver crecer el jardín.
El jardín crece lindo y lleno de color con cada uno de nosotros aquí, igual que las almas. Se sueltan de nuestra mente. El pensamiento deja de pensar y tan solo se deja llevar.
El vigilante vigila y he sido visto por su casco con linterna. No se habrá enfadado, ésta es una zona libre de furias, pero quiero hablar con él, así lo he decidido libremente y por eso esbozo. Caminando mis pies se aclaran, ¿será que toman contacto con la tierra? Estoy en proceso de desintoxicación de sueños pinchados. Sólo le pediré que siga haciéndose el despistado.

Después de leído se lo mostré a Louise, pero no supo que decir y los tres junto a Dowel nos sentamos en un banco a escuchar como la noche silbaba.

Paco Aguilar Barranco me contó su…

Casualidad de la vida

-Oye, Cheto, cuéntame mientras paseamos, ¿cómo es que te casaste con una gallega si tú apenas has salido del pueblo?
-Pues me casé con Maruxa, como la penicilina, por casualidad. Contestó con su tranquilidad habitual el enjuto aceitunero.
-Explícate, soy todo oídos.
-Hace ya bastantes años, recién entrado yo en la veintena, le tocó a mi tío Aniceto un viaje a Canarias. Pero él se negó en redondo a salir del pueblo.
Decía empecinado: “Sé que después del puente que hay al final del pueblo existe un mundo que muchos dicen maravilloso, pero a mí no se me ha perdido nada allí y aquí tengo todo lo que necesito. Que vaya otro.” Y fui yo el designado por la familia.

El viaje se presumía maravilloso, todos los gastos pagados, hasta las cajetillas de tabaco, todo. Había previstas excursiones por los lugares más representativos de las islas y en una de esas excursiones, por casualidad, conocí a mi contraria.

Fue en la visita al Teide y el paseo en camello. En la pequeña loma en que se asienta “El Dedo de Dios” comenzaba el paseo, nos fueron distribuyendo sobre cada animal, dejándonos a los que viajábamos sin pareja para el final. Siempre colocaban a la mujer en la parte exterior del camino y eso dio pie a continuas chanzas, indicando que si alguien caía por el terraplén era mejor que fuera mujer, mientras que las mujeres contraatacaban diciendo que a los hombres no los podían poner hacia afuera porque sólo tenía serrín en la cabeza y no apreciarían el paisaje tan bonito que se extendía hasta el fondo del valle.

Cuando llegó mi turno sólo quedábamos una muchacha y yo. Me sentaron en la parte interna y a ella la colocaron en la exterior del camino. Era bonita de cara, se le notaba algo tímida y eso sí, hermosa. Tan hermosa que me doblaría en peso; así que cuando colocó sus amplias posaderas en la silleta, la cinchas no estarían bien apretadas y se vencieron hacia su lado. Yo salí disparado sobre la joroba del camello y aterricé, de bruces, en la base de El Dedo de Dios. La chica, supongo que por causalidad, rodó hacia mí y allí quedamos; yo, casi desmayado y ella llorando copiosamente mientras exclamaba: “Lo he matado, que desgracia, he truncado mi vida”.

Fuimos trasladados hasta la clínica más cercana, nos colocaron en la misma habitación y nos trataron maravillosamente. Ella se repuso con rapidez, pero yo precisé de mayores cuidados por lo que me trasladaron al hospital principal de la isla. Allí, me asignaron una espléndida suite y no dieron opción a Maruxa a renunciar a tan exquisitas atenciones. Al día siguiente el alcalde, el gobernador civil, las autoridades militares, todos pasaron a visitarnos y mostrarnos su completa disposición. Hasta el NoDo se personó para contar nuestra excitante aventura. Maruxa y yo tratábamos de explicarles que nada teníamos que ver el uno con la otra. Y por casualidad, supongo, se personó el arzobispo de las islas. Por fin, pensé, podremos salir de este equívoco.

Pedí hablarle y le confesé que no éramos matrimonio, a lo que el sacerdote nos indicó que no nos preocupáramos, que él lo arreglaría todo. Al día siguiente, nos entregaron unos paquetes de una tienda de confección y nos indicaron que nos vistiéramos con prontitud porque el arzobispo nos esperaba. Desde la puerta del hospital, un enorme coche nos trasladó a una coqueta ermita, en la ladera de una colina.
El arzobispo, revestido de toda su pompa y boato, nos recibió rodeado de numerosas autoridades de la isla. La marcha nupcial comenzó a sonar, a nuestra llegada.
La sorpresa y nuestra timidez innata hicieron el resto.
-Y después de tantos años, ¿cómo te va de casado, Cheto?
-Maruxa, cambió las vacas por las cabras, el maíz por las olivas y creo que, de casualidad, somos felices.    

Paqui García Quesada me mandó la siguiente historia…

Rumbo a mi hogar

Cada vez que paseo por este lugar apartado y un tanto misterioso, siento la necesidad de adentrarme en este parque de inusual presencia, ya que está desierto. Hoy no pude resistir la curiosidad y mis pasos se encaminaron hacia allí, no sin cierta precaución. Al entrar noté la fragancia de las damas de noche, y mi cuerpo y mi mente parecieron volar a otro lugar; cerré los ojos para estar presente, y al cabo de unos instantes, al abrirlos me encontré frente a mí a un hombre de mediana edad, moreno y de ojos negros profundos,  dijo que se llamaba Adán y me invitó a sentarme en un banco junto a él, dijo que era el guardián de aquel lugar y de todas las confesiones íntimas que estaban ya acomodadas en las copas de aquellos setos estratégicamente colocados, sus palabras me hicieron estar atenta, qué quería decir este hombre... La voz de Adán era tan dulce y sonaba tan amistosa que al mirar sus ojos y ver tanta sinceridad, no pude evitar contarle mi historia.

Cuando tenía veintinueve años, y ahora tengo cincuenta, me consideraba afortunada; tenía una pareja que me quería, buenos amigos y una carrera, pero tengo que matizar que siempre había estado obsesionada con la belleza física, me miraba al espejo todos los días y me gustaba la imagen que veía reflejada, gastaba una buena parte de mi sueldo en cremas, salones de belleza, en cuidar mi pelo y mi piel, e iba a las mejores tiendas a comprar lo último en moda, porque me gustaba destacar, ser el centro de atención y así cuando iba por la calle tanto hombres como mujeres me miraban y yo me sentía feliz.

Pero unos días antes de cumplir treinta años, ocurrió algo que cambió el resto de mi vida. Me levanté como todos los días llena de vida y de ilusión, pero al acercarme al espejo, la imagen que vi reflejada era distinta, tenía unas pequeñas líneas, unos pequeños
surcos apenas perceptibles alrededor de mis ojos, de mis bellos ojos. Observé mi rostro con horror, cómo podía ser si yo me estaba cuidando; me estaban saliendo arrugas.
 Lo que para otra mujer posiblemente fuese algo normal por la edad, para mí fue el principio de mi destrucción. Vivía tranquila, pero en cuanto empecé a prestar atención a esos detalles, empezó una espiral descendente de autodenigración, de violencia hacia mí misma y hacia los otros, de sentirme muy mal, deprimida, sola y poco querida.

A partir de aquel cumpleaños, cada mañana al levantarme miraba con resentimiento mi rostro reflejado en el espejo, iba al armario y me vestía con lo primero que veía, cuando llegaba al trabajo, observaba a mis compañeros por el rabillo del ojo, que se burlaban a mi espalda. Ahora sé que toda aquella situación no fue real, sino producto de mi imaginación, de mi mente enferma.
Procuraba estar todo el día ocupada en el trabajo, siempre de mal humor, llenando todo mi tiempo para no pensar y evitar hacer frente a mis emociones. Las relaciones con mi marido cada día iban a peor, me llené de celos, todo esto debido al bajo nivel de autoestima creado por mis paranoias, llegué incluso a tomar pastillas para no enfrentar mi realidad. Así estuve hasta que un día encontré a una amiga que había estado en la India, me contó su experiencia; que había aprendido a hacer meditación, como una forma de estar presente en el día a día, y me explicó cómo la mente puede apoderarse de una persona y llevarla al más grande de los sufrimientos. Presté mucha atención a sus palabras, leí libros, investigué hasta que la venda cayó de mis ojos, para mí esto fue como el salvavidas que te arrojan cuando estas a punto de ahogarte.

Ahora puedo decirte Adán, mirando atrás, que al darme cuenta de lo que mi mente me había hecho, y junto a mi fe en Dios, mi vida cambió y aprendí una gran lección que de otra forma no hubiera sido posible, sufrí mucho, sí, pero ahora camino relativamente feliz, valorando la vida, sabiendo que todo cambia. Ya no le doy importancia a lo que es pasajero, sino que cultivo mi interior, las relaciones, ahora disfruto la belleza de un paisaje, de una flor…

Me miró con una sonrisa dulce, quizás compasiva, asintió con la cabeza y se alejó adentrándose en el parque, respiré profundo inhalando aquella fragancia, me levanté del banco de piedra en el que habíamos estado acomodados, me coloqué mi viejo bolso de piel en el hombro y seguí rumbo a mi hogar.

 Virginia Hernández Jaldo me dijo que…

Quizás sea eso

Esta mañana caminaba ensimismada, contemplando la belleza del cambio de estación reflejada en la naturaleza al llegar el otoño. Me deleito aspirando el olor a tormenta suspendido en el aire. Observo cómo las hojas de los árboles mudan su color y van cayendo, alfombrando las aceras en un mosaico de infinitas tonalidades rojas, parduzcas, doradas, aún verdosas. Ese tenue y melodioso crujir me acompaña, me devuelve a la niñez, y allí está mamá llevándome al colegio cogidas de la mano. Una triste sonrisa aflora a mis labios, mientras mis ojos se humedecen en tan grato recuerdo, es esa confrontación de los pensamientos alegres atormentados por la dura realidad.

Cuando contemplo a mis hijos, tan chiquitines aún, pienso en lo felices que habrían sido disfrutado de su abuela, pero aún más lo habría sido ella, que siempre soñó ilusionada en llenar la casa de nietos. Adoro escuchar las sonoras carcajadas de bebé, que me reconfortan el alma, soy tan feliz que casi me parece imposible sentirme así, y entonces me acuerdo de mamá, y de nuevo mi corazón se desgarra, las lágrimas anegan mis ojos; la felicidad que hace un momento sentía, se ha tornado en desdicha. La ilusa esperanza aflora a mi ser creyendo estar en un mal sueño, una pesadilla de la que pronto despertaré, y allí estará ella sonriéndome y tendiéndome sus brazos, dejando de lado el sombrío recuerdo.
  
Quiero volver a verla, besarla y abrazarla, contemplar de nuevo su mirada limpia, sincera y bondadosa, escuchar su voz y reírnos otra vez disfrutando de la vida, dándole gracias a Dios por cada nuevo día. Sigo siendo la misma niña pequeña que necesita a su madre, y hablo con ella cuando tengo buenas noticias, cuando hay problemas, cuando necesito consejo… Porque sí, porque la quiero, porque vive en mí.
Quizás sea el final estival, el día más oscuro, el frescor acuoso en el ambiente, el que hoy ha entristecido mi corazón, y busca refugio en la cálida compañía de un amigo que escuche mis tristes palabras y esté a mi lado en estos momentos de pesar... quizás sea eso.


Estas son algunas de las historias que estas gentes sensibles me han contado, lo más importante de este cuento, es que descubras , en tu ciudad, dónde está tu ZONA FRANCA.

Fabián Madrid