sábado, 30 de agosto de 2014

VERSO QUE CAMINAN PALABRAS QUE SUEÑAN. Colaboración de José Miguel Prieto

Fotografía: E. Fernández

La Mella
En Jaén hay una montaña que se le cayó un diente de leche y así quiso quedarse.
Metáfora, alegoría, recordatorio permanente para los que recuerdan el primer beso, la promesa que se hizo olvido, las palabritas que juraban que no habría otros labios de primavera, ni de miel, ni siquiera de torrijas caseras.
Tampoco faltaría la ilusión de volar escribiendo. Quedar transíos por un  amanecer, soleá del que a solas canta sus fatiguitas escondidas, dormir sin pijama…
Esa montaña en sus venas encierra todas las faltas de los que por esta vida andan.
Recuerdos,  y pellizcos a la barra de pan, mirinda de naranja, mentirijillas de limón.
Al hacerse de día apareció en sus faldas calizas un cartel que no ponía Holiwood, era muuucho más largo:
“Ahhh, la magia de los perdedores, siempre les faltará un trozo de tarta, pero no de ilusión, de sueños… sentaros aquí conmigo”.
Lágrimas amantes convertidas en misterio, manantial Caño Quebrao; quebrao como el corazón, como el tallo de una flor, como 2/3, como el que come solo espagueti; fué diosa, cielo, tierra, ambrosía, música, licor y todo lo dejó.
Brisa de oriente que abanica el alma entre pinares, masaje en la espalda,  bálsamo del tiempo.
Decid a los naranjos de la Plaza de San Bartolomé que sufro su ausencia, y la distancia, y el recuerdo de sus palabras de azahar, su mirada de ojos verdes y la fuente donde el pelo me mojé y sentí lo más bonito de la vida.
¡Ay!, La Mella hizo su llamada, y hubo  respuesta flamenca, duende de un toque por alegrías de la guitarra de José cuando está a gusto;  jamón del güeno, queso del Gorrión, cerveza El Alcázar; risas de los mojitos y miradas al infinito.
Por Abril se habla a los árboles y a la fuente;  se recita el mensaje de la montaña para sus naranjos.
No prometo nada, pero un día, un día, habrá un naranjo junto a ella. Aunque sea en una maceta.

José Miguel Prieto Palomino
     

martes, 19 de agosto de 2014

VERSOS QUE CAMINAN, PALABRAS QUE SUEÑAN Colaboración de Encarna Fernández



Vuelo en la noche


   Apenas faltan unas horas para que amanezca. Camino hacia casa después de una noche de insomnio. En el parque, un hombre frente a la estatua de la Victoria, grita: ¡préstame tus alas Atenea!, ¡déjame volar sobre el horizonte! Dame ese privilegio porque soy el espíritu de la ciudad, éste que vaga a deshoras, que se ha perdido entre escombros  y descampados por el casco antiguo, esa parte donde comenzó la urbe y se extendió en hileras de casas que ahora se caen en pedazos. Monumentos que hablan más del pasado, por sus grietas, que de un presente atento y pulcro.

   ¡Vamos Diosa de la Victoria, al menos baja unos instantes y mira las nuevas cicatrices que han dejado los raíles a tu alrededor! Tú también callas, permaneces en silencio con tus alas desplegadas, erguida en ese pedestal que te hace sublime y a la vez lejana a los problemas mundanos. Yo también  pensaba que mi lugar estaba en todas partes, o en ninguna, pero desde que las calles se abren ante mí, una a una, barrio a barrio, desde los hogares hasta los palacios y el castillo con sus torres, desde sus leyendas y su historia hasta el cementerio de San Eufrasio, desde la Catedral hasta  las iglesias… Mi existencia nace en cada lugar, para añadirse a cada rincón, a casa monumento, a cada plaza. Esta batalla no te interesa, lo sé, es toda mía.

   El hombre parece abatido, cierra los ojos, los abre, y continúa gritando nombres de avenidas, travesías, callejones… como si  un padre nombrara a sus hijos e hijas.
   Extenuado y cabizbajo, se dirige a la marquesina y espera, espera al tranvía hasta que aborda el andén y desaparece a lo lejos.
   Alzo la mirada y el ángel de la Victoria no está en su lugar. La columna se ha quedado vacía.






Notas de papel


   Tenía la ciudad en la punta de sus zapatillas de ballet y se sentó a descansar. Ella siempre fue la bailarina de la calle Colón. Desde niña se colaba en todas las audiciones del conservatorio para escuchar la música que los diferentes alumnos interpretaban. De todos los instrumentos prefería los sonidos del piano y del violín, aunque comenzaron a gustarle los tonos agudos de otros instrumentos. En esos pequeños conciertos, cerraba los ojos y se dejaba transportar por la música. 

   Una de aquellas tardes de ensayo, Ángela esperó a la salida del conservatorio a uno de los chicos que tocaba el violín, era el más alto y el de pelo más oscuro. Al verlo se dirigió a él, le sugirió que abriera ambas manos y puso entre ellas  muchas notas de música recortadas en papel. El chico sonrió.
    –Quiero que me regales el sonido del violín. –Le dijo la niña.
    – ¿Cómo podría hacerlo? –preguntó. Después de un breve silencio se dirigió a ella.
    –Tú solo debes escucharme cuando toco –le comentó el joven mientras guardaba las notas en su mochila.
    –Necesito que la música me llene, desde los pies hasta la cabeza –le volvió a replicar con una expresión brillante en los ojos.
    – ¿Y si toco el violín para ti, qué harías? –Le interrogó.
    –Bailaré. –Contestó ella.

    Al día siguiente llevó sus zapatillas, esperó al chico en la puerta del conservatorio y le suplicó que tocara.  El joven  alzó el arco, la acomodó sobre las cuerdas y la música comenzó a desprenderse del instrumento por el aire. Ángela la recibió sobre su cuerpo. Sentía como la lluvia le empapaba los sentidos. Con sus movimientos en un pentagrama imaginario bajo sus pies, alzaba los brazos dibujando las notas con su figura. Las calles fueron el escenario abierto para unas zapatillas y la música de un violín durante semanas.


  Después de muchos años,  reposa  e imagina en el mismo sitio, como si los recuerdos llevaran melodías en su cabeza y sonaran al mismo ritmo de una partitura, aguardando el regreso del violinista que una tarde la dejó sin música.





Fotografías y texto: Encarna Fernández Sánchez


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lunes, 11 de agosto de 2014

VERSOS QUE CAMINAN, PALABRAS QUE SUEÑAN. Colaboración de Consuelo Galiano

El principio en san Bartolomé

La barandilla de la plaza de san Bartolomé, era el escenario. Pasábamos de un lado al otro danzando, tal vez sea más correcto decir, imitando pasos de bailes que antes habíamos visto en la televisión en blanco y negro. Nuestro público eran las mamás, que sentadas esperaban pacientes el tiempo de llamarnos con un: – ¡Ya se acabó el juego, hay que recogerse, toca baño y cena! a lo que contestábamos con cara arrugada – ¡No, por fi un ratito más! Ellas reían nuestras artificiosas muecas, pero los paseantes, no algunos, sino muchos para nosotros, detenían por unos instantes su paso y sonreían ante nuestro teatro.

Cada día era distinto, unas cantábamos las canciones de Marisol, otras volaban como mariposas; con los brazos extendidos los hacían ondular al viento, cabriolas y sombras chinescas completaban el espectáculo. Dibujábamos en la pared del primer bloque de pisos, que asombradas vimos construir en esta plazoleta. También interpretábamos obras que nos inventábamos sobre la marcha. Salíamos a escena de una en una, nos movíamos ante un público entregado, y volvíamos a sentarnos en la fuente, nuestras bambalinas, después de cada actuación.  

Nuestro fan número uno, el dos y el tres y el cuatro y el… no los llegamos a conocer nunca, era don Ciriaco, el practicante, (ahora les llaman enfermeros), que debido a una extraña enfermedad nunca salía de casa. El hombre tenía instalado el estar, muy cerquita de su balcón, y allí a las cinco en punto establecía su puesto de vigilancia. No faltaba nunca, solo aquella vez que una ambulancia se detuvo en su portal, luego no lo volvimos a ver, hasta pasado mucho tiempo, tanto que los niños y niñas dejamos de serlo.



En reunión secreta, decidimos una tarde realizar una gran representación teatral en la plaza pequeña. Estaba situada a la izquierda de la puerta lateral de la iglesia. Era la que más nos gustaba a todas, por lo recogidita que se encontraba. Custodiada por cuatro naranjos, una fuente cantarina al abrigo de las miradas de los curiosos, nos protegía. De esta manera no alcanzaban a controlar nuestros ir y venir. Sobre un pretil con cuatro esquinas salientes unidas por otros cuatro semicírculos, y llena de aguas transparentes, unos peces de colores zigzagueaban entre pequeñas hojas caídas de los arboles. Una copa de piedra labrada, terminaba de proveer el encanto a nuestro lugar, ese al que ningún adulto podía entrar mientras las chicas y chicos estábamos. Si algún osado se aventuraba a traspasar el umbral de nuestra morada, el guardián le gritaba: ¡santo y seña!, provocando un coro de alegres y alocadas risas. La felicidad y la inocencia reinaban en esta plaza especial, cuajada de verde césped, y donde el amor comenzaba a hacerse presente.

Aquel día había conseguido que me pusieran el vestido más bonito que tenía, prometiendo en casa que lo cuidaría, y que no lo mancharía con nada. Pensé en no sentarme como todos los días en la fuente. Estaría de pie toda la tarde, y tendría cuidado con la Nocilla para no dejar la menor marca en el vestido.

Como yo era la más teatrera, siempre me pedían que hiciera números cada vez más difíciles, ante un público exigente. Con mí vestido nuevo, aquella tarde que inauguraron la fuente después de mucho tiempo de arreglos, salí a escena, recreé mi mejor drama sobreactuando; lo mismo lloraba que reía. Esto desconcertaba al público al que siempre atrapaba; los niños sin respirar, las niñas tratando de imitar mis gestos. Cuando hube dejado a todos encantados, volví, como sin darme importancia a la fuente. Me senté como todos los días, pero estaba tan embriagada de éxito, que me caí de espaldas con mi vestido nuevo.

Me levanté, como si hubiera sido parte de mi número, y caminé hacia mi casa, llorando por lo que sucedería, pero volviendo la cara de vez en cuando, sonriente, agradeciendo los aplausos de mi audiencia, que no se atrevió a acompañarme, por si repartían para todos.

Aquel día una bronca monumental, fue el principio de mi carrera de actriz dramática.


                                                                                                                                               CONSUELO GALIANO SANTIAGO (San)